
Podrías soltar amarres, prender la mecha por la popa de tus virtudes,
dar rienda suelta a los navíos que dormitan arropados por sus velas; allá entre la memoria de tus manos manchadas de nicotina, de hijos que nunca vendrán a succionar la estanqueidad de tus sueños, de palabras varadas.
Lamer la pulpa que eyacula a intervalos lo impalpable de las horas.
Dejar de deslizar el risco a través del vínculo que hiere a la gola mutable del humo.
El que cuelga y arroja sus cabos sobre ese collar de espino mientras esboza, con tintes mordaces, bajo el penal de sus extremos, la solvencia embriagadora de la carne.
Porque bajo el grito de sus tablones podridos y el crujir de la distancia, así como de la piel elaborada por el llanto efímero de algún lugar inconcluso, avanza la fuerza cósmica del caudal que despliega hacia ti el rocio de sus brazos; avanza y atribuye su volumen de raiz a la esperanza mientras hurta, entre sus garras, la succión estéril de esos muros que encierran el bocado ahíto de tu furia.
Viértela, derrama el socavón oblicuo de las noches de invierno,
damnifica su talle cromático sobre el blanco de la página.
Dedícate bastardo una sonrisa con alas de lumbre, contra el atisbo de cristal de tu alter-ego, que yo, tras la broza insaciable de mis dedos permaneceré ahí, a orillas de mis aguas, para recoger los pedazos de tu ira y grandeza…